viernes, 10 de febrero de 2012

El Puente


Muchas veces se ha dicho que la vida es un viaje, un caminar con un rumbo fijo en el que se pueden tomar muchas carreteras secundarias. Yo prefiero ver esto del vivir como un conjunto de viajes, diversos tanto en modo como en número, todo depende de las ganas de aventura del viajero.

Todos disfrutamos de un viaje iniciático, ése que nos lleva por la senda de los descubrimientos, de las primeras veces, el primer amor, el primer desengaño, el primer trabajo, el primer placer sexual primero solitario y después compartido. Es en esos momentos cuando empezamos a coger las riendas de la vida, aunque sea de una forma insegura, inmadura y muchas veces irresponsable. Generalmente es un momento del viaje que se vive pero no se disfruta, marcado por emociones fuertes, por la furia de la juventud recién nacida pero sin darnos cuenta de ello realmente.

A partir de esa iniciación seguiremos navegando con más o menos fortuna, entre olas de marejadas o lánguidos recodos en el río de la vida. Aprenderemos a patronear nuestro barco para que se mantenga a flote contra viento y marea, y en la mayoría de las ocasiones nos conformaremos con hacerlo avanzar en aguas mansas, lentamente, atracándolo en algún puerto que nos parezca a salvo de los huracanes y de las tormentas, sin darnos cuenta que terminamos instalándonos en una calma chicha. Entonces dejaremos de ser marineros y nos convertiremos en náufragos de tierra adentro, acostumbrándonos a su estabilidad, a los árboles bajo los que protegerte cuando se levanta una ventisca o a una cálida guarida en los días de temporal. Y el tiempo irá pasando, lento pero imparable, y empezarán a aparecer las arrugas, quizás de tanto forzar los ojos para buscar, sin darnos cuenta, ese mar inquieto que aún olemos allá a lo lejos. Y pensaremos que es hermoso encarar la bravura de las olas en la cubierta de un barco, sintiendo el salitre en la cara y el calor del sol en la piel.

Y cualquier noche sin luna la vida nos da una segunda oportunidad, y nos tiende un puente. Un puente largo, interminable, robusto. Y notamos que cruza el río de nuestra existencia aunque nuestros ojos no alcancen a ver el final. Y noche tras noche, mañana tras mañana nos asomamos a él, y damos algunos pasos pero cada vez parece más y más largo y creemos que nos faltarán las fuerzas para alcanzar el final, o que el esfuerzo no valdrá la pena. Y quizás nos de miedo la convicción de que una vez que lleguemos al otro lado tendremos que quemar nuestras naves y el paso, ahora tan recio desaparecerá de nuestra vista. Y nos acercamos al río día tras día, y vemos sus islas, y mojamos los pies en su orilla noche tras noche cuando la luna nos ilumina, y volvemos a escondernos en nuestro bienestar fabricado de rutina, de indiferencia, de hastío.

Y en las noches sin luna, cuando pensamos que nadie nos ve volvemos a asomarnos al borde del puente, y sentimos la corriente del río que va hacia ese mar que llevamos tanto tiempo añorando. Y a veces la vida nos sorprende y otro náufrago también instalado en la seguridad de la tierra se para con nosotros para asomarse a disfrutar de la brisa, y comentamos el frescor que trae el agua, y lo deliciosa que es la noche, y lo bonito que sería sentir el movimiento del barco de nuevo bajo nuestros pies. Y sin darnos cuenta comenzamos a hablar y a hablar de los barcos y de las noches de tormenta y los días en los que el sol nos acariciaba en alta mar, y de la emoción de dirigir la nave de la vida, y del deseo incontenible de alcanzar las crestas de las olas. Y de repente vemos que hemos empezado a cruzar el inmenso puente, tímidamente, sin llegar demasiado lejos y asustados volvemos al origen. Pero ya es irremediable, el veneno viajero ha calado en nosotros. Habrá más noches sin luna en las que aproximarnos al puente y dar cortos paseos, y volveremos a encontrarnos al náufrago que quien sabe si nos está esperando para atreverse a recorrer en compañía ese camino desconocido. Y después vendrán las noches de luna nueva, cuando el camino se adivine allá a lo lejos y poco a poco, sin pensarlo, sin proponérnoslo sigamos avanzando envueltos en una charla amable, reflejando no tus ojos o tus pensamientos en los suyos sino ambos en el agua. Y ya no querrás mas que cruzar el puente, sin prisa, tomándote todo el tiempo necesario para recorrer la larga senda que te hará vislumbrar el final de esa tierra firme, que te conducirá a esa aventura compartida de volver a zarpar. Y tal vez tengas suerte y te atrevas a andar ese camino hasta dar el último paso que te lleve a dejar la seguridad tediosa que te envuelve desde hace tanto tiempo y surcar el mar de inseguridades que representan todas las aventuras. Y ya no será otro viaje iniciático sino una singladura que vivirás en todo su apogeo, que gozarás y sufrirás, que adorarás y odiarás, que en definitiva te hará sentir viva.

Y quizás seas de esas personas afortunadas a las que un náufrago tuvo la paciencia de aguardar al comienzo del puente y han hecho juntos ese camino de final incierto, y subido a bordo de un frágil velero que intentarán llevar a buen puerto pero sólo para recalar el tiempo justo para abastecerse y seguir bogando, sin rumbo fijo, sólo gozando de lo que la travesía les ofrezca, por que ambos saben que la vida es la que marca el derrotero de este viaje y a los marineros sólo les queda aprovechar los vientos favorables para no naufragar.

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