miércoles, 5 de noviembre de 2014

Lluvia de otoño



A veces la lluvia te acaricia despacio mientras caminas, entonces es tierna como un bebe dormido en un capazo, como el despertar de una siesta en otoño o retozar en la cama un domingo temprano. Te roza la cara, amable, cantarina mientras ríe divertida cuando quieres apartarla de tu pelo mojado.

La lluvia es un beso en la boca de la Tierra, alimento sagrado que le hará germinar en cada primavera, la música que provoca la orquesta de los árboles, los ríos, los arroyos y despereza el alma dormida de la naturaleza con esa mansedumbre del amante ya antiguo, repetido y amado. Nos cubre con un manto colorido y alegre en cada primavera.

La lluvia es esperanza, el agua que alimenta los mares, la esencia de la vida que nos unge la frente, unión de cielo y tierra, bendiciones que nos calan los huesos sosegadamente, se infiltra en nuestro ser sin que apenas nos demos cuenta rindiéndonos a ella mansamente, como la madre Tierra.

Pero también la lluvia es portadora de melancolías, de nostalgia en el alma y de desasosiegos, tristezas de vidas no vividas, de noches sin amaneceres y del presentimiento de que no habrá mañana o que el amor se esconde en un rincón oscuro.


Y en esta noche negra la lluvia está llamando a los cristales, lloran las gotas que se quieren colar en la quietud de este cuarto prestado, en el desasosiego de un cuerpo deseado, en el gris del amor sin amor. Es el manto de la lluvia de otoño el que cubre el paisaje hasta que se desperece el nuevo amanecer.