jueves, 7 de febrero de 2008

Metro

Metro de Madrid, hoy es domingo y el vagón no va lleno. Dos mujeres jóvenes hablan animadamente, un hombre lee una novela barata mientras una cartera descansa a sus pies, un chaval escucha música en su mp3, esos chicos que hablan animadamente, el viejillo enfrascado en su periódico, esas dos señoras de mediana edad cargadas de bolsas de una conocida tienda de ropa y el yonki. Lleva el pelo largo, sucio, no se sabe ya de qué color. Habla en voz alta, sin mirar a nadie y dirigiéndose a todos ellos, con ese deje tan característico de los colgados y esa falsa seguridad que le da la porquería que lleva dentro. Su forma de actuar está más allá de la discreción, incluso saca la droga para comprobar su calidad, la huele, rasca con el dedo y prueba esas pocas partículas arrancadas, sin importarle las miradas de sus compañeros de viaje.

Sin preocuparse por las miradas furtivas que le dedican, se acurruca en un rincón del vagón casi vacío y prepara toda la parafernalia para meterse su chute, apresurado, con la prisa de la ansiedad, sin ritos. La expresión del resto de los viajeros va desde el asco al desprecio pasando por la indiferencia. Él a su vez dirige hacia ellos sus ojos extraviados, les increpa con palabras gruesas escupidas con su lengua de trapo pero vuelve en seguida a su tarea y se olvida del mundo.

De repente la oscuridad, las luces se han ido. Un frenazo brusco, el lamento del tren en forma de largo chirrido, menos mal que todos van sentados. Murmullos impacientes, preguntas. También se oye la protesta soez del yonki a la vez que el tintineo de la cucharilla al caer al suelo. Un leve roce probablemente contra las bolsas de ropa, un golpe seco, otro más quedo, una especie de lamento sordo, silencio.

Instantes después la luz vuelve al vagón que se pone en marcha, todos siguen en sus asientos. Ahora el drogadicto que está tendido en el suelo. La sangre mana mansamente de su frente mezclándose con la suciedad de su pelo, sin apenas dejar rastros en el suelo. Los pasajeros continúan enfrascados en sus quehaceres, ahora mudos, tal vez algo más tensos, simulando estar inmersos en lecturas, músicas y pensamientos.

Estación de Chueca, se abren las puertas, los viajeros salen como con prisa pero ordenadamente, sin atropellarse. El vagón se vacía por completo. Sólo un hombre yace en el suelo al lado de una cucharilla y unos polvos desperdiciados. La escoria no está muerta, acaba de salir por aquella puerta.

lunes, 4 de febrero de 2008

Un viaje, cualquier viaje




Un viaje, ¿cuál es realmente su esencia? Vagar por los caminos, recorrer senderos sin preocuparte a donde vayas, sin mirar las horas que has andado ni los kilómetros que has recorrido. Sin pensar demasiado en el punto de llegada y nada en el de partida. Porque nosotros no organizamos el viaje sino que es él quien nos dirige, quien nos lleva de un lugar a otro, de un hecho a otro, quien nos hacer vagar por los caminos, recorrer a veces intrincados vericuetos, otras amplias llanuras y las menos atajos que sólo nos llevarán a un nuevo punto de partida. Ese comienzo que poco a poco se irá difuminando y del que sólo quedará lo que nuestro recuerdo nos quiera regalar, y estos recuerdos nunca son imparciales. Y que decir del destino al que nos dirigimos, siempre nuevo, siempre cambiante según el golpe de viento que nos traiga la vida.

Nos empeñamos en querer programar cada uno de nuestros pequeños viajes cotidianos, sin darnos cuenta de de lo absurdo de nuestra pretensión, de la pequeñez de nuestras miras. La cotidianeidad es sólo un espejismo que refleja el descanso que todo guerrero anhela tener, que empaña la búsqueda inconsciente o quizás desconocida de nuevos paisajes, otros compañeros de travesía. El destino, el final de ese viaje nunca está marcado, ni siquiera cuando salimos con un rumbo fijo, hacia un lugar determinado, en una compañía concreta. El traqueteo exterior e interior, los cruces, las paradas, los encuentros que vayamos haciendo por el camino nos hará variar imperceptiblemente pero indefectiblemente nuestro rumbo hasta que el final de esa travesía sea completamente distinto a lo pensado.

La senda hay que dibujarla día a día, construirla paso a paso. Deteniéndonos a descansar en las posadas que nos vaya deparando el azar, atrapando los trenes que salen a nuestro paso y bajándonos en marcha cuando lo sintamos necesario. El viaje, disfrutar de una comida ligera en una venta o del fuego encendido que nos brinde hospedaje en una fría jornada; aceptando la compañía de nuevos peregrinos en esto del andar, del vivir. Y también disfrutando de la soledad que el devenir de los días nos brinde, del sol bañándonos la cara y de la lluvia calándonos los huesos, de las paradas y de los acelerones que el ritmo viajero nos vaya marcando.

Vivir al fin, viajar ligeros de equipaje, soltando fardos según avanzamos; llenando el corazón y la cabeza de experiencias, de sensaciones, de compañía en noches estrelladas y de soledad en días grises; olvidando nuestro punto de origen y sin que nos inquiete el de llegada, sólo dejándonos guiar por el aire que sople a nuestro paso. Vivir, viajar, sentir, gozar, sufrir, llorar, reír, viajar, vivir.

domingo, 3 de febrero de 2008

AUTOBIOGRAFÍA

Nací un frío día del mes de enero
con mal pie y a destiempo, fui ochomesina,
pero aquí estamos, desde entonces dando guerra.
No quería comer, no quería crecer, no quería querer
jugaba a los indios y al balón, odiaba las muñecas,
recorría los montes con mi padre, dormíamos al raso.
Se murió, fue una lástima.

En el colegio se estudiaba francés yo preferí el inglés,
las niñas de mi barrio aprendían a ser amas de casa
no sé hacer ni tortilla, pero aprendí a bordar.
Hice la comunión con vestido de novia
yo quería ir de monja, pero no me dejaron,
la verdad, no quería hacer la comunión,
a eso me obligaron, me resarcí mas tarde.


A los catorce años entré en el instituto y decidí quedarme,
aún sigo recorriendo pasillos y ocupando las aulas
donde a los dieciséis cambié indios y balones por unos ojos verdes
que por cierto me duraron muy poco,
pero que me mostraros las cosas importantes de la vida a esa edad
jugar al futbolín, ser maestra al petaco.
Han sido una constante los ojos en mi vida,
siempre ha habido unos ojos que me han enamorado.
Poco después me marché de ilegal, eso ahora tan de moda
también crucé un canal, aunque no había pateras, sino ferrys,
me divertí, aprendí, reí, sufrí, viví.

Y de nuevo a las aulas, ahora fue en la “uni”
Otra vez unos ojos, esta vez eran grises, han durado veinte años
le doy gracias al cielo y a los dioses.
Me casé tuve hijos, alumnos, me morí, renací, me murieron.
Ahora en los cuarenta me invento cada día,
intento cada hora ser ya mi única dueña,
me embarco en mil proyectos, tengo mil ilusiones
me río con mis hijos, me cuelgo de otros ojos
y de nuevo los pierdo.
Me divierto, aprendo, río, sufro, es decir estoy viva.