Pasan, pasaron, pasarán.
Toda tu vida tras el mismo guión, el pasillo mecánico por el que se deslizan
personajes de rostro intercambiable, y tú allí, al otro lado, solo, displicente
en tu falsa alegría, en esa indiferencia mentirosa que te erosiona hasta
desangrarte.
Tú allí, frente a ese
espejo, máscara imperturbable que esconde, fracaso tras fracaso, medio siglo de
cruel supervivencia. Hoy celebras, nuevamente
a destiempo, el llamado milagro
de la vida. Milagro sí, es seguir existiendo tras un viaje marcado por las idas
sin vuelta, por esas miradas de reojo al fondo del abismo. Trayecto alimentado
por tantos compromisos, el sexo sin amor de todos estos años, el amor vacuo, la
compasión tantas veces disfrazada de ternura. De los amigos aquellos que
murieron al mismo tiempo que la adolescencia apenas queda nada, una postal por
navidad y basta. No supiste cuidarlos, tal vez los confundiste con cactus en
medio de un desierto, el erial reflejado en todos los espejos que ya no cuelgan
de las paredes de tu casa.
Y pensar que … No, tú no,
ellos tienen la culpa. Aquellos que te hablaban de todas tus virtudes sin el
adorno de ningún defecto. Los que te arrastraban cada noche al último bar
abierto donde tú les pagabas las copas. Aquella chica que te pescó tratando de
escapar de su casa (y se enredó en tu tela) y ahora, marchita ni siquiera
maldice su existencia … ni la tuya cuando en sesión continua enumera, amante
tras amante, las mujeres que han pasado por tu vida. Ninguna se quedó. El hijo
que apenas tiene en cuenta tu presencia, espejo indeseado, indeseable en el que
ver lo que ya no será, lo que nunca llegó.
Coleccionista de imágenes
en sepia, desvaídas, inertes. Amante sin amor, masturbador acompañado, buscador
insaciable de la felicidad sin un final feliz, ni siquiera un principio. No
aprendiste a retener la dicha más allá de unos pocos segundos. “La vida es
servicio y sacrificio” te enseñaron. Y
tú fiel, ¡qué ironía! a aquellas enseñanzas infantiles, te marchitas ya muerto
a los cincuenta. El hombre que temía despertarse de aquella pesadilla
recurrente y verse convertido en el
mendigo que reinaba en sus sueños, es hoy el más pobre de todos los mortales,
sin amor, sin amigos, sin familia a pesar de aquellos que le esperan sentados a
la mesa a celebrar, otra vez a destiempo el hecho de estar vivo más o menos.