A veces en las noches hace frío,
tanto que se convierte en hielo lo que toco a mi paso. El solo roce de mi pie
con las piedras las transforma en escarcha. Y parece que lloran. El hielo me
traspasa las venas, se clava en mis entrañas, me desgarra por dentro hasta
abrasarme.
A veces en las noches la tristeza
envuelve el infinito. Emana de los ríos, de las alcantarillas, del fondo de la
calle cortada y corre con lentitud exasperante hasta alcanzarme. Me rodea, me
abraza, me aprisiona, me tritura, me ahoga, me atenaza.
A veces, en las noches heladas de
un verano cualquiera se enciende una bombilla detrás de una ventana. Aparece la
muerte maloliente con su traje de fiesta. Atractiva, moviéndose excitante al
bailar una danza macabra. Y el frío de la noche se derrite atado a sus caderas
y se quema la tierra, ruge, se resquebraja y de pronto me engulle en su agujero
negro.
A veces en la noche
desaparece el frío, se apaga la tristeza
y la vida en las profundidades se hace insoportable. Y los muertos sólo quieren
morir.