sábado, 28 de agosto de 2010

El baile




Pista de baile. La orquesta les regala una música de la que no se puede huir. Él la observa desde lejos, a través del humo que empieza a llenar el local. Ella le ve sin mirarle, sabe que está ahí, siente su presencia, sus ojos recorriendo su espalda. Ríe para él mientras bromea con sus compañeros de mesa. El hombre sentado a su derecha la saca a bailar. Orgulloso la lleva como si se deslizaran, la música los envuelve, no les deja parar. El ambiente va cargándose de electricidad a ritmo de salsa. Él fuma al fondo del local. La mujer destila sensualidad en cada movimiento, sus caderas agitando su falda como suave brisa, la hombrera del vestido que se desliza por su hombro moreno al final de cada vuelta, su pelo negro agitándose suelto, esa mirada que adivina felina en la oscuridad.

Él piensa en lo prohibido, en lo ¿incorrecto? mientras ella baila con su hombre, sin plantearse nada, dejando que los sonidos que escapan de los instrumentos la posean y regalando al fumador del fondo una caricia lenta con cada movimiento de cintura. Cuando su hombre la abraza desde atrás, segundos antes de acabar el baile, ella recuerda la manzana prohibida, la fruta más sabrosa, el pecado más mágico y secreto, tanto como lo es el amuleto que él le regaló y pervive enroscado en su tobillo. Ahora son sus ojos el pincel que dibuja el mapa de su cuerpo a través de su vestido negro, las manos que deslizan el tirante que ella coloca en ese mismo instante, los dedos que pasean el borde de ese escote promesa de unos senos que presagian almíbar, el mago que hace caer ese vestido, después de un largo viaje por su espalda, y vuela por su cuerpo casi desnudo. La música termina, los aplausos interrumpen su sueño.

Otra vez en la mesa les espera un daiquiri. Mientras bromea ella lo bebe despacio, marcando cada sorbo, dejando adivinar su cuello deseado al echar hacia atrás su cabeza para deleitarse con las últimas gotas. Su hombre achaca a la bebida el brillo de sus ojos de gata. La mujer inventa una disculpa y se dirige al tocador, justo al fondo del local. Al pasar junto a él le roza con su pelo un sólo instante, lo justo para expandir su fragancia de hembra a la vez que asegura ese tormento que le va a volver loco.

Deja el local y se mete en un coche que tarda en arrancar. Luego se pierde entre las calles iluminadas, pone la música, no deja de pensar en ella. Esa mujer es su pecado, uno más ya qué importa. Llega a un oscuro portal, una estrecha escalera, y al final de la misma, en la penumbra alguien le espera. El pelo negro suelto, el tirante caído, perfume inconfundible y en los ojos la huella del deseo. En su mano descansa una manzana cogida en algún puesto callejero. Le da un mordisco, una suave caricia recoge el zumo que resbala por sus labios. Abre la puerta y entra siguiendo el contoneo de esas caderas que le prometen todo… aunque todo es tan poco.

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