sábado, 6 de febrero de 2010

James y Nora


La lluvia torrencial y continua de la noche ha dado paso a una mañana limpia. El cielo que parece querer hacerse perdonar comienza a mudar sus tonalidades grises que pretendían entristecer, sin conseguirlo, los últimos días.

Sentada en un banco me gusta observar como todo comienza a revivir bajo este tímido sol, especialmente los niños que salen como animalillos de sus madrigueras. Niñas rubias de cabello revuelto bullen alrededor de sus madres que intentan atrapar en sus pieles blanquísimas estos rayos tramposos, presintiendo que no durarán demasiado.

Pronto dejan de interesarme los juegos infantiles y me entrego a uno de esos placeres que marcan mis días sin prisas en los que el paso de las horas no es sinónimo de falta de tiempo y tareas sin acabar. Es un martes de agosto y me dispongo a leer el periódico del domingo anterior. Me gusta enfrentarme a los diarios atrasados en los que las noticias han perdido su importancia. Ya no duelen las caras de esos peruanos desolados por un terremoto, la narración de las últimas horas de esa muchacha pertenece al pasado y el euribor y las hipotecas se encuentran en el mundo real, fuera del que ahora me encuentro. Ni siquiera pienso en el egoísmo humano en el que me sumerjo por completo.

Atrae mi atención un artículo en la última página. El articulista escribe sobre James Joyce, su relación de amor – odio con el mundo que le rodea despierta la mía con este escritor. El principio del artículo en el que se muestra el pozo en el que cae y del que saca lo mejor de su escritura me produce una reacción agridulce que me hace abandonar su lectura, prefiero a Rosa Regás y su aventura por Siria, me hace soñar.

Sin darme cuenta me descubro pensando de nuevo en Joyce, más exactamente en su relación con Nora Barnacle, una mujer inculta que nunca le entendió pero que fue su motor, la que le llevó a escribir su obra cumbre. Siempre me ha fascinado Nora, incapaz de seguir la escritura o la genialidad de su marido pero capaz de hacerse irresistible, imprescindible para él que la amó apasionadamente durante toda su vida. Era una mujer sensual hasta el extremo, que sabía mantener el juego erótico incluso en la distancia, por medio de una correspondencia apasionada en una época en la que la inmediatez en las respuestas brillaba por su ausencia. Ella fue el complemento perfecto que le permitió dejar a un lado las inhibiciones que le habían marcado como irlandés, con todo lo que eso significaba (¿aún significa?), y a ella, junto con su otra amada, Dublín, le dedicó página por página, casi renglón por renglón su “Ullyses”.

Las horas han ido pasando, los niños han desaparecido al igual que sus madres. Doblo el periódico pensando que al volver a casa tendré que releer a Joyce, y sintiendo que no lo haré, que deberá de esperar a otras vacaciones, quizás en navidad.

La belleza, la tranquilidad, el silencio del bosque y el lago hacen daño, tal vez por lo inusual de este paisaje en mi entorno. Sonrío, siento lo mismo que leyendo al irlandés. Sé que ambos quedarán muy dentro de mí, para disfrutarlos en momentos muy especiales. Nora es otra historia, en ella veo las pequeñas cosas que construyen los momentos dichosos cada día, sin aspirar a la Felicidad, esa con mayúscula que tantas veces nos hace perder el tiempo intentando encontrarla.

Una mañana de agosto en un pueblo gallego.

3 comentarios:

josé javier dijo...

"Yo fui también acogido en un útero en la pecaminosa oscuridad, no concebido. Por ellos: el hombre con mi voz y mis ojos y la mujer con ceniza en su aliento. Ellos se abrocharon y separaron, cumplieron la voluntad del emparejador.."
Así dice Joyce, Magda, un poeta que hablaba en silencio, y construyó un libro infinito que solo a pequeños trozos puede leerse.

josé javier dijo...

En cierto aspecto me parece que Joyce hace un poco lo mismo que tú en este trozo; habla dentro de su cabeza, describe acontecimientos interiores.

Magda dijo...

Creo que tienes razón José Javier, Joyce generalmente describía acontecimientos interiores.